Tras varios tequilas las nubes se van pero el sol no regresa



Caminando por el puerto, con el desgarbo de la borrachera, todo parecía diferente. Dejar a María en el restaurante y salir huyendo quizás sí había sido la mejor decisión de su vida. Se quitaba de encima de un portazo la hipoteca, los hijos que no tenían, las letras de los coches que iría comprando a medida que aquellos hijos se hicieran grandes, las vacaciones en casa por no poder pagar ni un hotel, las noches sin dormir deseando su cuerpo mientras ella le ignoraba, los domingos en casa, las amigas de María…



A lo lejos, en el horizonte, un barco se afanaba por llegar a puerto. Era un barco pequeñito, de aquellos que en un tiempo lejano salían cada día a pescar, pero que con las reconversiones necesarias para la sociedad del bienestar, ahora se dedicaba a pasear turistas bruñidos con el blanco sol del norte. ¿Y si cambiar su vida significaba dejar atrás esas cosas que le unían al pasado? Cambiar el trabajo, dejar la ciudad y marcharse muy lejos, buscar una aventura en cada lugar donde llegara, reír hasta no poder más y ver cada día como amanecía sobre su cabeza. Alzó la cabeza, cerró los ojos y respiró el aire salobre, olía a limpio, a futuro.



Esperó a que el barco amarrara y miró como descendían los pasajeros. Sus ojos achispados examinaron detenidamente una a una las personas. Todas reían, todas parecían felices. El hombre que se encargaba del amarre era más o menos de su edad, se acercó a él intentando establecer una conversación, pero el capitán se limitó a mirarle de arriba abajo, echar una sonrisita de menosprecio por su evidente borrachera y saltar al puerto para perderse entre aquellos que cruzaban el malecón. Tenía prisa por alejarse del mar.



Al bajar la cabeza, se presentó a él la imagen del restaurante. Maria quería tener un hijo, se lo pedía casi llorando. Pero para él un hijo significaba demasiado, significaba el egoísmo de aferrarse a una vida que se le escapaba cada vez que respiraba. La opresión del pecho le hizo volver a la realidad con dureza. Por un momento le faltó el aire y creyó que acabaría cayendo al suelo. Todo empezó a dar vueltas, el mar de desvaneció mientras el barco se alejaba de sus ojos. El azul del cielo se volvió gris, como si se estuviese preparando una terrible tormenta. Ni siquiera sintió el golpe contra el cemento.



Se despertó y ya casi era de madrugada. Le dolía la cabeza, no, más bien era el corazón lo que le dolía. No sabía dónde poner la mano para aliviar su padecer. El puerto se había llenado de barcos y las farolas relucían cansinas a una noche fría de otoño. Se sintió solo, estúpido en un mundo estúpido y su egoísmo estúpido le dijo que lo mejor era volver a casa junto a María.


CHARO BOLIVAR 

1 comentari:

Anónimo ha dit...

Charo, desgranas maravillosamente la toma de conciencia de un hombre que se niega a madurar (¡oh que sorpresa!), pero que termina por comprender que la mayr felicidad, aventura, y experiencias, son las que se tejen al calor de lo que significa la responsabiliad de una familia

Maravilloso relato

Un abrazo