DÍAS PERDIDOS de CARMEN SANCHEZ




Estaba allí, sentada en uno de los bancos de aquella impersonal consulta de la seguridad social esperando mi turno. Había acudido al médico porque era la única forma de librarme del tormento de volver a entrar en el quirófano donde trabajaba. No tenía fuerzas para entrar al vestuario y enfundarme el pijama verde, el gorro azul, los zuecos estériles. Temblaba al recordar los pasillos que me conducirían hacia sus salas asépticas, alumbrados por impávidos focos, con puertas a ambos lados, pintadas del mismo blanco roto de las paredes. Tras ellas estaban aquellas máquinas imponentes, de las que salían cables gruesos que se entrecruzaban, camillas negras cubiertas con tallas verdes, medicinas y agujas apiladas en bandejas metálicas, grandes lámparas curvadas que dirigirían sus destellos hacia un ser ausente.

Aquella mañana me había despertado gimiendo, presa de un delirio extraño, impotente para controlar mis emociones.

Llevaba unos meses trabajando en la sala de partos y me consideraban una eficiente limpiadora, cuando la supervisora se acercó a mí con aire misterioso.

-Laura -susurró- he de sacar a Ana del quirófano lo antes posible. La jefa de quirófanos dice que no da con el perfil.

Me dejó algo anonadada, no sabía que para limpiar un quirófano hubiese un perfil especial. Hasta ese momento había pensado que solo bastaba con ser eficaz en tu trabajo. Ana llevaba unos años trabajando en aquella clínica, la habían trasladado a quirófano el día anterior por petición propia.

-Bueno –prosiguió- ha dicho que prefiere a una chica alta y rubia.

Aquello no era más que otra de las ridículas razones que solían dar cuando querían hacer algún cambio de puesto sin sentido. Me mordí la lengua.

Así fue como me vi entre aquellas paredes, al principio todo fue bien. Los médicos entraban cuando ya el personal había preparado todo el material que haría falta para las operaciones, los pacientes aguardaban resignados en pequeñas salas contiguas recostados en camillas. Cuando acababan una operación y me llamaban, me cruzaba con los pacientes dormidos, tapados hasta el cuello con sábanas blancas, conducidos por los celadores hasta el postoperatorio. Aquellas imágenes comenzaban a paralizarme, el aire pesaba, los tabiques se me iban estrechando, el techo parecía desplomarse sobre mí. Y la sensación de ahogo era cada vez más fuerte.

Escuché mi nombre, ni siquiera conocía a mi médico, llevaba años sin ponerme enferma. Según contaban una de las mujeres que esperaban junto a mi, estaba visitando una doctora suplente. Pronto me vi sentada delante de ella, solo nos separaba una mesa color marfil con recetas a punto de ser redactadas.

-¿Qué le pasa? –me preguntó, y yo obnubilada temblando de frío le espeté sin pensarlo:

-¿Porqué no pude querer a mi padre?

Me miró muda y yo la miré abnegada en aquella especie de locura. De pronto vi que sus ojos se empañaban igual que los míos, en ese momento solo alcance a comprender que estaba perdida.

Salí aliviada por no tener que volver de momento al hospital pero aquella profunda sensación de frío y las continuas preguntas que aquella declaración habían despertado se agolpaban en mi cabeza hasta lastimarme.

Al día siguiente de nuevo me vi en la consulta y esta vez delante del que sería mi médico: -Demasiado joven- pensé. Aunque no tenía esperanzas de que ninguno fuese como fuese me ayudara. Serían cinco minutos de turno escuchando mis parrafadas, pastillas para sosegarme y de golpe un aviso preciso de que la consulta había acabado y pasaría al siguiente paciente. Si no hubiera sido porque necesitaba la baja, me hubiera metido en la cama y no hubiera salido durante muchos días. Solo quería un poco de paz, un lugar alejado a cualquier ser. No quería hablar con un doctor de aire superficial, porque sabía que lo que le contara, para él no tenía ninguna importancia. Solo era una paciente más de aquellas que se agolpan en las consultas y ellos escuchan extenuadamente hasta que acaba su agotadora jornada. El me preguntó, en una actitud de superioridad, que es lo que tenía de especial un quirófano para que me pusiera tan nerviosa y no quisiera volver a trabajar en él. Yo lo miré al momento que a mi mente acudía la imagen de mi padre tirado en el suelo con los ojos perdidos, mientras un sanitario sacaba un tubo de su garganta, otro movía la cabeza diciendo que no había nada que hacer, los dos continuaban sacando los parches y los cables prendidos de su piel, desconectando los equipos de reanimación que habían resultado ineficaces. Dejándolo solo, rodeado de guantes blancos, de jeringas, de ampollas fracturadas.

Le conté que mi padre había muerto de repente y no había podido derramar una sola lágrima. Temblaba continuamente mientras hablaba y no sabia porqué le contaba eso, él me animó a proseguir, quería saber porqué reaccioné así.

-No sabía si quería a mi padre, toda la vida he escuchado hablar mal de él. Cada vez que mi padre intentaba aproximarse a mí, me decía que era un hipócrita. Por las noches siempre me daba un beso y me colocaba bien las sábanas para que no pasara frío. Pero si yo decía algo bueno, enseguida me regañaba. Mi madre me contaba cosas horribles, y yo le preguntaba por qué seguía junto a él. Ella decía que no se podía separar, porque la vida era muy difícil para una mujer sola con sus hijos. Así transcurrió toda mi vida, viéndolos pelear, deseando huir de casa –mientras hablaba no podía dejar de temblar y sentir frío-. Cuando lo hice, en la distancia pude conocerlo, siempre estuvo a mi lado cuando hizo falta y establecimos una buena amistad, pero…cuando lo vi muerto no sentí nada, miraba toda la escena como inmersa en una pesadilla, como si nada de aquello estuviera ocurriendo. Y lo peor fue el día que mi madre me dijo que lo echaba de menos. Entonces me sentí engañada como si mi vida hubiera sido una farsa, una gran farsa.

El médico no cortó mi conversación a pesar de que el tiempo que tenía asignado hacia rato que había acabado. Después de muchas charlas en días posteriores, un día me dijo:

-No le juzgues como marido, sólo como padre. Quizás ya sea hora de que llores por él.

Le miré con los ojos empañados en lágrimas, su mirada era franca, cálida, hacía tiempo que había dejado de tener ese aire distante. Entonces, me di cuenta de que los Ángeles no sólo están en el cielo o en los lienzos de los grandes pintores, a veces aparecen con batas blancas tras una mesa en algún consultorio de la seguridad social.

©Carmen Sánchez - 2007

4 comentaris:

Anónimo ha dit...

Ostres, curt però ple d'escenes, diferents sentiments en poc temps, inténs i acava be, dur, sense paraules, com un bon café...

jesús

bohemiamar ha dit...

En mi blog hoy hay flores para tu padre.
Un fuerte abrazo.

kleeole ha dit...

llueves sentimientos... un abrazo desde Chile

Carmen Sánchez ha dit...

Muchas gracias por vuestros comentarios, celebro que os haya gustado mi relato. Bohemiamar esas flores son preciosas. Un abrazo muy fuerte para todos.